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"¿Qué queda de la Justicia, del Estado de Derecho, del imperio de la ley y de tantos otros principios que adornan la Constitución, el discurso político y la doctrina académica cuando se les somete a la prueba de fuego de la practica administrativa y de las resoluciones judiciales?".
La Constitución es la artística fachada de un edificio arruinado. En ella, como en las iglesias medievales, se alza un pórtico donde se exhiben imágenes de santos protectores que prometen las maravillas de la salvación, cifrada en un "Estado de Derecho que asegura el imperio de la Ley" (Preámbulo) y que reconoce como valores superiores "la justicia y la igualdad" (art. 1). El templo aparece, en efecto, bajo la advocación de una Santísima Trinidad formada por la Ley, la Justicia y la Igualdad, a cuyo servicio se encuentra el gran aparato estatal, dado que "la Constitución garantiza el principio de la legalidad..., la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de arbitrariedad de los poderes públicos" (art. 9.3) y, sobre todo, porque "los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico" (art. 9.1). Un sistema teológico perfecto de cuyo orden y buen funcionamiento se encarga un coro de arcángeles judiciales, a quienes nada escapa: "los tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican" (art. 106.1). ¿Quién puede ofrecer más?. Delante de este pórtico deslumbrante se abre una explanada abarrotada de clérigos, obispos, monaguillos y sacristanes -políticos y abogados, fundamentalmente- que cantan sin cesar las alabanzas de la obra ensordeciendo a los curiosos visitantes. Sus palabras son hermosas y convincentes; pero quien, no dejándose aturdir por ellas, se fija en sus manos ha de perder inevitablemente la tranquilidad, ya que con la derecha exigen limosnas y con la izquierda amenazan a los descontentos e incluso a los escépticos. ¿Qué hace esta abigarrada multitud delante del templo? Por que es de notar que no se trata de policías mercenarios sino de voluntarios entusiastas: entusiastas mas no altruistas, ya que en el aplauso les va el negocio. Son los inevitables "mercaderes del templo", a quienes no llega un Jesús que los expulse. El político, el abogado, el profesor tienen garantizada la ganancia vendiendo a los peregrinos incautos reliquias falsas de una constitución mendaz tan cínica como ellos mismos. Ahora bien, el ciudadano supersticioso deposita su fe en las palabras milagreras de Igualdad, Justicia y Legalidad, en las que naturalmente no creen los mercaderes que a voces pregonan para los demás. (...)
Tenemos, en definitiva, que la plaza de la Constitución está ocupada por una multitud heterogénea. En el sitio más visible están los apologetas, que en realidad son mercaderes, puesto que cobran a tanto la línea. Alabando la Constitución el político consigue el cargo, el abogado sus clientes, el periodista sus lectores y el profesor su cátedra. Al otro lado de los tenderetes están los peregrinos rústicos dispuestos a aceptar lo que les digan y a consumir lo que les sugieran. (...)
En la plaza de la Constitución sólo se echa de menos a un Jesús que expulse a los mercaderes. Pero Cristo era el hijo de Dios y casi hace falta serlo para atreverse hoy a hacerlos frente, tan poderosos son. Los mercaderes actuales no se defienden con la violencia de sus policías y soldados sino con, armas más eficaces: la estigmatización y el silencio. Quien los denuncia no es simplemente acusado de antidemócrata sino oficialmente declarado como tal y sin defensa ni apelación. (...)
El silencio es, en efecto, complemento utilísimo, y hasta necesario, de la estigmatización. En la sociedad tecnológica de masas nada puede hacer el individuo que carece de instrumentos de comunicación. La voz humana, aunque sea en gritos desaforados, no llega muy lejos. Quien quiere dejarse oír precisa de un micrófono, de un periódico y, a ser posible, de una televisión: cabalmente unos instrumentos que están en manos de los mercaderes, sean públicos o privados, y ellos se encargan de no ponerlos a disposición de críticos incómodos, de voceros políticamente incorrectos. (...)
Los individuos incómodos y políticamente incorrectos nada tienen que hacer, pues en la plaza de la Constitución no hay látigo capaz de expulsar a los mercaderes y todos los buenos sitios son para ellos. Habrá que resignarse, entonces, a contemplar cómo el oro de la Constitución se vende falsificado en recuerdos turísticos de pacotilla y cómo las verdades se convierten en mentiras y las mentiras corren como verdades. Pero dejemos ya la plaza y evitemos que nos aturdan las voces de los mercaderes, apologetas y censores; atravesemos admirados el Pórtico de la Gloria que tantas maravillas nos promete y entremos, al fin, en el templo, preparados para sufrir el más duro de los desencantos. Porque detrás de tan brillante fachada no hay más que un edificio destartalado, oscuro, sucio y amenazador, donde las promesas se convierten en desengaños, las alabanzas en burlas y las bendiciones en palos. Aquí se encuentran los administradores del patrimonio constitucional, quienes se reparten el tesoro saqueado: cargos y prebendas como plataformas para asegurar el poder y ganar dinero. Éste es el reino de la impunidad, que se garantiza con dos técnicas probadas: la torpeza de los observadores, previamente obnubilados por la labor ideológica de que antes se ha hablado, y la oscuridad. En la vida pública no penetra la luz. Las puertas de los tribunales están cerradas, y las de la Fiscalía, tapadas; las ventanas de la policía sólo se abren desde dentro y las claraboyas parlamentarias están tan altas y sucias que no dejan pasar la luz. En estas condiciones no se sabe qué es lo que se está haciendo allí. Sólo se ven entrar los sacos de los dineros de los impuestos y salir a los parientes y amigos de los administradores -cuando no a ellos mismos- cargados de bultos sospechosísimos. Pero nada se prueba y hay oídos sordos para quienes comentan estas cuestiones escabrosas e incómodas. En el presente libro, y al hilo de algún ejemplo de la vida real, se pretende describir el contraste que media entre lo vivo y lo pintado, denunciar esta teología mendaz, irreverente y sacrílega y acusar a un Estado hipócrita y, sobre todo, a su séquito de mercenarios que se burlan de la Ley y de la Justicia que tan untuosamente están invocando."
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