Por qué necesitamos el euro
A la salvación del euro no hay opción. Por eso, Alemania ayuda. Pero en el futuro, Europa necesita frenos nacionales al endeudamiento y una nueva política industrial y de innovaciones. La política comienza con la observación de la realidad“. Así dijo el socialdemócrata Kurt Schumacher hace más de medio siglo. La realidad de la Unión Europea es hoy: la economía, el comercio exterior y los mercados de capitales conforman complejas interrelaciones de las que no se puede escapar. La crisis de deuda en la eurozona lo demostró con gran crudeza. Desde el punto de vista meramente económico existiría una solución simple y limpia: un Estado nacional sobreendeudado deja de servir la deuda. Al “default” del deudor le sigue rápidamente el “haircut”, un acuerdo con los acreedores para reducir los intereses y renunciar a una parte del capital o aplazar su pago. Luego, la vida sigue normalmente, con el balance depurado. ¿Pero qué significa normalmente? Ése es justamente el problema. Pues la normalidad económica en caso de un “default” es la fuga de capitales, intereses extremadamente altos, el colapso de bancos y una dinámica macroeconómica que supone una dramática pérdida de ingresos y puestos de trabajo. Ello sólo puede mitigarse con una drástica devaluación y duros controles de capitales. Ambas cosas no son posibles en la eurozona. Por ello sólo quedan dos opciones: salir de la unión monetaria o masivos paquetes de ayuda para la estabilización del euro.
Lo primero sería técnicamente posible, a través de la reintroducción de una moneda nacional. Pero económica y políticamente, para los países afectados sería una catástrofe, pues los mercados los castigarían duramente. El nuevo espacio de maniobra ganado no tendría prácticamente valor. Pues una drástica devaluación de la nueva moneda aumentaría considerablemente el peso de la deuda externa. Y haría caer el nivel de salarios en comparación con otros países europeos, lo que provocaría una masiva emigración de mano de obra a los más ricos países de la UE.
La causa de ello es un problema de fondo que hasta ahora no se había tenido en consideración: la movilidad de los jóvenes capacitados, el desarrollo de una generación globalizada que habla bien inglés y está dispuesta en todo momento a buscar su futuro en otro país. Debido a la libertad de movimiento dentro de la UE ya no existe la posibilidad de asegurar a largo plazo la competitividad de una economía a través de diferencias internacionales de sueldos. Ello vale tanto más cuanto en los centros sanos de los países altamente industrializados, los trabajadores cualificados son cada vez más escasos, debido, entre otras cosas, al desarrollo demográfico. La situación comienza a parecerse a la que existía en los años 1960. Pero esta vez se trata de una escasez de fuerza de trabajo altamente cualificada, de personas en su mayoría con formación académica y por lo tanto de una “fuga de cerebros” en toda Europa. Si se la quiere evitar, sólo quedaría abandonar la UE, para poder imponer eficazmente las necesarias medidas coercitivas en los mercados de capital y laboral. El precio político para Europa sería sumamente alto. Todo recordaría a los años treinta del siglo pasado, cuando los intentos de crear un orden económico mundial liberal fracasaron ante la predominancia de los intereses nacionales. El resultado: todos los países fueron arrastrados al abismo. Luego de la Segunda Guerra Mundial, por el contrario, los Estados Unidos asumieron inteligentemente la responsabilidad como potencia hegemónica, impulsando una positiva integración y un crecimiento mundial. En la eurozona actual, ese papel lo asumieron –nolens volens– Alemania y sus vecinos estables. El mensaje a los mercados financieros debe ser por ello: estamos dispuestos a hacer todo lo necesario para estabilizar la situación en los países con problemas, a través de un paraguas impermeable, cueste lo que cueste y sea del tamaño que deba ser. Ese mensaje debe ser absolutamente creíble, pero también poco específico, como las declaraciones con respecto a la lucha contra el terrorismo. No obstante, los elementos centrales quedan claros para todo el mundo: liquidez y garantías por miles de millones y, en contrapartida, una dura política de austeridad en los países que deban ser apoyados. Naturalmente, todo ello es una amarga experiencia. Y demuestra cuán duramente la realidad económica puede pasar por sobre el derecho en caso de crisis: la “cláusula no bail out” del Pacto Europeo de Estabilidad, por la que ningún país debe responder por las deudas de otro, está muerta. Ello no significa, sin embargo, que la eurozona se hunda ahora en un pantano de crisis financieras. Al contrario, los sucesos que en estos meses se abaten sobre griegos, irlandeses, portugueses y españoles son experiencias que se graban profundamente en la memoria colectiva. La crisis transformará a los países y a sus habitantes, tal como la hiperinflación de los años 1920 y dos reformas monetarias transformaron a Alemania en un país en el que la estabilidad de precios es hoy uno de los más importantes objetivos políticos.
Por ello, la nueva situación ofrece también la posibilidad de implementar verdaderas y profundas reformas. Esas reformas deben abordar las raíces de los problemas: las políticas financieras nacionales. Un freno al endeudamiento con rango constitucional, tal como existe ya en Suiza y ahora también en Alemania, sería una meta deseable para todos los países de la eurozona. Ello movilizaría todas las fuerzas políticas necesarias para alcanzar una disciplina fiscal a largo plazo y volver a la senda del crecimiento económico. Para ello se necesita una política estructural regional que dé renovados impulsos al proceso de desarrollo de los países del sur y el este de Europa sobre una base sólida y sostenible, sin burbujas inmobiliarias ni olas de consumo. En los últimos diez años existió la ilusión de una convergencia que terminó abruptamente con la crisis financiera. La lección es: incluso un país tan exitoso como España no posee todavía la fuerza innovadora industrial que caracterizan por ejemplo a Alemania y Austria o a Finlandia y Suecia. Ello es tan válido para los integrantes de la UE del sur de Europa como para los vecinos de Europa Central, que no pudieron comenzar con su desarrollo económico sino a partir de 1990. Por ello es necesario fijar nuevas prioridades políticas, tanto a nivel europeo como nacional: acabar con los muchos pequeños programas de fomento, que no hacen otra cosa que fortalecer el consumo local, y comenzar con una vasta política de industrialización que transforme a las regiones marginales en centros autónomos e innovadores en el marco de una nueva división global del trabajo. Para ello se necesitan tiempo y dinero. Y será una carga financiera sobre todo para Alemania. Pero sólo así podrá surgir un continente en el que la dinámica económica no se concentre sólo en los centros occidentales, sino que incluya también grandes partes del este y el sur de la UE. Ello es un gran objetivo político. Y es en cierta forma también una obligación moral, sobre todo para Alemania, cuya parte occidental recibió después de la Segunda Guerra Mundial una segunda oportunidad para integrarse en la economía mundial. Justamente esa segunda oportunidad debe dársele ahora también a los otros.
////Karl-Heinz Paqué es profesor de economía internacional en la Otto-von-Guericke-Universität, de Magdeburgo. En septiembre de 2010 publicó el libro “¡Crecimiento! – El futuro del capitalismo global”.
La causa de ello es un problema de fondo que hasta ahora no se había tenido en consideración: la movilidad de los jóvenes capacitados, el desarrollo de una generación globalizada que habla bien inglés y está dispuesta en todo momento a buscar su futuro en otro país. Debido a la libertad de movimiento dentro de la UE ya no existe la posibilidad de asegurar a largo plazo la competitividad de una economía a través de diferencias internacionales de sueldos. Ello vale tanto más cuanto en los centros sanos de los países altamente industrializados, los trabajadores cualificados son cada vez más escasos, debido, entre otras cosas, al desarrollo demográfico. La situación comienza a parecerse a la que existía en los años 1960. Pero esta vez se trata de una escasez de fuerza de trabajo altamente cualificada, de personas en su mayoría con formación académica y por lo tanto de una “fuga de cerebros” en toda Europa. Si se la quiere evitar, sólo quedaría abandonar la UE, para poder imponer eficazmente las necesarias medidas coercitivas en los mercados de capital y laboral. El precio político para Europa sería sumamente alto. Todo recordaría a los años treinta del siglo pasado, cuando los intentos de crear un orden económico mundial liberal fracasaron ante la predominancia de los intereses nacionales. El resultado: todos los países fueron arrastrados al abismo. Luego de la Segunda Guerra Mundial, por el contrario, los Estados Unidos asumieron inteligentemente la responsabilidad como potencia hegemónica, impulsando una positiva integración y un crecimiento mundial. En la eurozona actual, ese papel lo asumieron –nolens volens– Alemania y sus vecinos estables. El mensaje a los mercados financieros debe ser por ello: estamos dispuestos a hacer todo lo necesario para estabilizar la situación en los países con problemas, a través de un paraguas impermeable, cueste lo que cueste y sea del tamaño que deba ser. Ese mensaje debe ser absolutamente creíble, pero también poco específico, como las declaraciones con respecto a la lucha contra el terrorismo. No obstante, los elementos centrales quedan claros para todo el mundo: liquidez y garantías por miles de millones y, en contrapartida, una dura política de austeridad en los países que deban ser apoyados. Naturalmente, todo ello es una amarga experiencia. Y demuestra cuán duramente la realidad económica puede pasar por sobre el derecho en caso de crisis: la “cláusula no bail out” del Pacto Europeo de Estabilidad, por la que ningún país debe responder por las deudas de otro, está muerta. Ello no significa, sin embargo, que la eurozona se hunda ahora en un pantano de crisis financieras. Al contrario, los sucesos que en estos meses se abaten sobre griegos, irlandeses, portugueses y españoles son experiencias que se graban profundamente en la memoria colectiva. La crisis transformará a los países y a sus habitantes, tal como la hiperinflación de los años 1920 y dos reformas monetarias transformaron a Alemania en un país en el que la estabilidad de precios es hoy uno de los más importantes objetivos políticos.
Por ello, la nueva situación ofrece también la posibilidad de implementar verdaderas y profundas reformas. Esas reformas deben abordar las raíces de los problemas: las políticas financieras nacionales. Un freno al endeudamiento con rango constitucional, tal como existe ya en Suiza y ahora también en Alemania, sería una meta deseable para todos los países de la eurozona. Ello movilizaría todas las fuerzas políticas necesarias para alcanzar una disciplina fiscal a largo plazo y volver a la senda del crecimiento económico. Para ello se necesita una política estructural regional que dé renovados impulsos al proceso de desarrollo de los países del sur y el este de Europa sobre una base sólida y sostenible, sin burbujas inmobiliarias ni olas de consumo. En los últimos diez años existió la ilusión de una convergencia que terminó abruptamente con la crisis financiera. La lección es: incluso un país tan exitoso como España no posee todavía la fuerza innovadora industrial que caracterizan por ejemplo a Alemania y Austria o a Finlandia y Suecia. Ello es tan válido para los integrantes de la UE del sur de Europa como para los vecinos de Europa Central, que no pudieron comenzar con su desarrollo económico sino a partir de 1990. Por ello es necesario fijar nuevas prioridades políticas, tanto a nivel europeo como nacional: acabar con los muchos pequeños programas de fomento, que no hacen otra cosa que fortalecer el consumo local, y comenzar con una vasta política de industrialización que transforme a las regiones marginales en centros autónomos e innovadores en el marco de una nueva división global del trabajo. Para ello se necesitan tiempo y dinero. Y será una carga financiera sobre todo para Alemania. Pero sólo así podrá surgir un continente en el que la dinámica económica no se concentre sólo en los centros occidentales, sino que incluya también grandes partes del este y el sur de la UE. Ello es un gran objetivo político. Y es en cierta forma también una obligación moral, sobre todo para Alemania, cuya parte occidental recibió después de la Segunda Guerra Mundial una segunda oportunidad para integrarse en la economía mundial. Justamente esa segunda oportunidad debe dársele ahora también a los otros.
////Karl-Heinz Paqué es profesor de economía internacional en la Otto-von-Guericke-Universität, de Magdeburgo. En septiembre de 2010 publicó el libro “¡Crecimiento! – El futuro del capitalismo global”.