Salió el sol entre las montañas sirias; entre brumas, en el mar de Galilea, brillaban las ondas de unas olas. La brisa del amanecer agitó las cortinas de mis aposentos. Me levanté de mi litera, subí a la azotea del cuartel a refrescarme, y como todas las mañanas contemplé el acuartelamiento romano de Tiberíades, los Altos del Golán y los tres navíos de nuestra flota atracada junto al muelle del puerto. Busqué algo inusual, pero todo parecía tranquilo. Pasé al comedor; mi asistente me sirvió el mismo rancho que tomaban las tropas de la guarnición: papilla de lentejas. Su sabor salado me acabó de despertar y me animó a realizar mi ronda habitual por la fortaleza. Con paso largo y vivo recorrí los cuatro puestos de guardia y me interesé por las novedades de la noche pasada. No fui informado de novedades dignas de mención. Tan sólo unos disturbios en un lugar de estudio de la Torá llamado "Yeshiva".
Allí unos estudiantes habían discutido sobre una interpretación de la ley mosaica. Creo recordar que se trataba de si era lícito comer carne de cerdo o no. Cuestiones de este tipo se planteaban con frecuencia entre los ricos saduceos, que sí querían comer carne de cerdo, los hipócritas fariseos que decían seguir la ley pero en sus casas comían cerdo y los humildes esenios que consideraban impuro el cerdo y no lo comían. Me confirmaron que la vehemencia de los estudiantes fue castigada de manera inmediata, conforme a las ordenanzas romanas: cinco latigazos fueron dados a los infractores de la paz de la urbe. A Roma no le importaban este tipo de discusiones sobre la higiene de alimentos e incluso las potenciaba siguiendo la costumbre del "divide et impera". Pero no consentía que se llegase a las manos, y mucho menos que se utilizase el hierro. Tampoco se admitía faltar al respeto debido al divino Tiberio y negar su autoridad. Eso podía costar la vida al osado que se atreviera. En las demás cosas, la tolerancia era la norma habitual. Esa liberalidad era lo que había hecho de Roma faro y ejemplo del mundo civilizado. En Tiberíades, aplicando el criterio del Cesar, se toleraba y practicaba el culto a todo tipo de divinidades. Todos los dioses estaban representados. Incluso Marte, mi dios preferido, tenía un pequeño templo al que solía acudir en el segundo día de la semana, en busca de consejo. Allí procedía, con ayuda del oráculo, a conocerme a mí mismo, mis virtudes y mis vicios.
Comprobé que la enseña de Roma SPQR ondeaba sobre su portaestandarte. Me retiré a la Sala de Juntas a repasar mis notas. La ajetreada vida de un oficial romano me hacía olvidar mi nuevo destino en este confín del mundo romano. Me encontraba alejado de los míos. Era un deportado de la Hispania Septentrional, que cumplía un destierro por negarse a pasar a cuchillo a mujeres y niños de un poblado celta . Aquello fue una carnicería, y no pude aguantar más cuando, con angustia infinita, una anciana clamó: "!Qué alguien pare esto!. Yo me dije "Basta ya" e incumplí la orden del indigno Legado de mi Legión. Esa decisión casi me cuesta la vida. También supuso el fin de mi carrera militar en el ejército imperial. Mi Lema: Fuerza y Honor me impidió consumar una atrocidad. Mi nombre, Marcus Benedictus, de la familia de los Séneca y miembro de la orden ecuestre, debido a esta insubordinación, ya no sería tallado en ningún sitial de honor. De mi nombre sólo quedarían sombras y ceniza. Mis esperanzas de días de gloria habían fenecido: Fui degradado a centurión de la última cohorte. De este modo pagaba mi compasión por el género humano. Roma no prescindía de mis servicios, porque eran escasos los hombres capaces de mover tropas en el campo de batalla y todavía menos los capaces de conseguir la victoria. Yo era uno de los pocos iniciados en el Templo del dios Marte y los miembros de la Logia no permitieron mi ejecución en Astúrica: sus suplicas al Emperador y el apoyo incondicional de la Legio VII Felix Gemina, consiguieron salvar mi vida, al precio de un destierro a la lejana y conflictiva Galilea.
En la Sala de Juntas confronté mis fuerzas y las del enemigo durante dos horas, con la ayuda de los informes facilitados por los espías y mi propio criterio. El teatro de operaciones de Galilea se estaba complicando: Yo contaba con una cohorte de 500 legionarios y 30 marineros; 50 caballos y 3 navíos para mantener el orden en la región del Lago. Mis enemigos contaban con 100 combatientes y la ayuda de la población. Barrabás era su jefe. Pretendía la independencia de Galilea, lo que Roma no estaba dispuesta a otorgar a un bárbaro, al que se reservaba la crucifixión. Anoté en mis manuscritos oficiales: "a las 12 horas del 6º día del 2º mes del 20º año del reinado del divino emperador Tiberio continúa una calma tensa en Tiberíades. Se acerca la fiesta judía de la Pascua del 4º mes y los enemigos de Roma - según me informan mis espías- se dirigirán a Jerusalén, a provocar tumultos. Cabe pensar que tras la Pascua vendrán días de ira y fuego". Anotado esto, descansé del trabajo.
No era yo en esa época un hombre joven: contaba ya con 40 años, la mayoría de ellos transcurridos en esforzado combate contra los astures. Todo mi cuerpo estaba marcado con cicatrices. Tullido mi hombro izquierdo, por un dardo cántabro, apenas podía con un escudo. La mano diestra todavía podía aferrar la espada e impulsar la lanza con fuerza; también podía firmar ordenes con instrucciones precisas. Mi escaso cabello corto, encanecido, daba paso a una prematura calvicie. Mi rostro afeitado al estilo romano me distinguía entre los barbudos hebreos. Mis ojos verdes podían escrutar intenciones y lealtades de la tropa y también del enemigo. En los interrogatorios esos mismos ojos podían discernir entre la verdad y la mentira. Sabía que mi presencia era seguida de cerca por los sicarios de Barrabás. Creo que 300 denarios eran el precio de mi cabeza. Ante estos peligros y aunque yo no temía a la muerte, como lo había demostrado en incontables ocasiones, en las montañas astures, yo tomaba algunas precauciones: Siempre iba enfundado con una cota de malla que protegía mi pecho de los envenenados dardos judíos.
Reanudé mi inspección, dirigiéndome a la plaza de armas del cuartel. Allí la tropa bisoña realizaba ejercicios con espada, lanza, ballesta y honda. Los ecuestres se dedicaban a la doma del caballo. Todos hacían lo que se les había encomendado. Ayudado por mi asistente me subí a mi caballo Babicus, traido de Hispania y fiel servidor mío, frente a astures, cántabros, galos y germanos. Llegó la hora de visitar un sifón del acueducto que debía llevar agua a Tiberíades, y las obras de la vía romana entre Tiberíades y Nazareth, de gran importancia militar. Primero me fui a ver las excavaciones del cimiento del sifón, para asegurarme de que la mampostería era la adecuada y que los planos se trasladaban al terreno. Un judío helenizado de Tarso, de nombre Paulus era el maestro de obras responsable. Él me explicó los trabajos realizados en los últimos días. El trabajo estaba saliendo conforme a lo previsto. No me podía quejar. Sabía cómo tratar a personas como Paulus: a cambio de denarios, rango y consideración, cumplían con lo que se el encomendaba. Para ellos el dinero era algo sagrado y por conseguirlo, no dudaban en colaborar con Roma. Hablé con él acerca de un dispositivo que se usaba en la termas de Hispania, consistente en un botella de mercurio que al dilatarse por el calor hacía girar un cuenco de agua fría en la caldera. Paulus me prometió fabricar una terma con ese dispositivo. Se me hizo tarde discutiendo el asunto de las caldas. No pude proseguir el viaje a Nazareth, a inspeccionar la vía romana. Me quedé a comer con la escolta de diez legionarios en Betania, en una pequeña quinta a las orillas del Lago. Comimos el insípido pescado sin escamas y no impuro de la tierra, que me hacía recordar con nostalgia las truchas de Astúrica. Fue una comida frugal, aderezada con el vino y las bromas de mis camaradas. Finalizada la comida me dispuse a dormir la siesta a la sombra de un olivo centenario. Reposé durante una hora en el blando suelo de Betania, perfumado por la fragancia de las olivas. Me levanté un tanto mareado, pero tras bañarme en el lago, recuperé mi dominio; me pasaba lo de siempre: el efecto de estar por debajo del nivel del Mare Nostrum. Se trababa del "mal de bajura", según me explicó un medico heleno a mi llegada a Galilea, explicándome que era la reacción natural de un cuerpo desacostumbrado a la diferencia de altura. Se hacía tarde y llegó la hora de cabalgar de regreso hacía las murallas de Tiberíades.
La ciudad estaba en calma, era el "Sabath", el 6º día de la semana el dedicado a "Yehova", el dios terrible de un pueblo que tenía la obligación de amarle, y que abrumado por esa carga, era incapaz de amar a sus semejantes. Se decía que cuando un hilo de una tela no se distinguía a tres pies de distancia, comenzaba el "Sabath", el descanso, y había que esperar sin trabajar, dedicado a rezos y lecturas hasta que ese hilo no volviera a verse. El precepto obligaba a un pueblo que no ayudaba a su prójimo, a cumplir un ritual vacío, que, al igual que una cadena, encadenaba a un hombre a la ley. Ya comenzaba a atardecer y junto con mi asistente y los decuriones despaché los asuntos rutinarios. Juntos comentamos la firma de decretos para el buen gobierno del cuartel. Solía contar con sus opiniones. Los consejos de mis allegados fueron siempre acertados. Su consejo me ahorraba mucho tiempo de reflexión. El estado de la situación era muy claro. Se dijo: "La verdad es que de cualquier modo habrá derramamiento de sangre". Firmados los despachos; revisadas las consignas; entregados el santo y seña a los centinelas, me retiré a la Biblioteca donde me esperaba el maestro Hillel para darme lecciones sobre el alma galilea. Aprendí a comentar textos sagrados, del tipo de:
- "¿Si no lo hago yo, quién lo hará? ,
¿Si no lo hago ahora, cuándo será el momento de hacerlo? ,
¿Y si sólo lo hago para mí mismo, quién soy yo?"
- "No hagas a tu prójimo, lo que tú no quieres que te hagan a ti"
- "No juzgues a nadie sin estar en su lugar"
- "Donde no hay hombres trata de ser hombre"
- "A mayor caridad, mayor paz"
- "Un hombre ignorante no puede ser piadoso"
Cansado de asimilar conceptos extraños, me retiré a mis habitaciones donde comí queso de oveja y bebí una jarra de leche junto con un pan ázimo que me tranquilizó el estómago. Me levanté de la mesa y sin más compañía que mi fiel esclava Raquel de Samaria, me dirigí a la azotea e inspeccioné el Este. Los navíos de exploración del Jordán habían regresado a puerto, sin incidentes. En los Altos del Golán divisé unos fuegos. Eran las fogatas de un destacamento de cinco legionarios enviados a explorar territorio sirio. De Siria no venía ningún peligro, por aquel tiempo. Atravesando la luna llena, pasó una bandada de aves en formación que se dirigía al Oeste. Echaba de menos Hispania. Muy cansado me retiré a mi litera con la samaritana y me dispuse a dormir.
No había sido un mal día en la vida de un centurión romano en Galilea: Ningún hombre a mi servicio había perdido la vida; Los trabajos del sifón proseguían a buen ritmo; La construcción de la vía romana a Nazareth avanzaba sin dificultades; La tropa estaba entregada al servicio y me era leal; Los tumultos que debían suceder, no se habían producido aún; Los sicarios de Barrabás no habían tenido ocasión de ganarse los 300 denarios, y Roma mantenía un día más sus "Limes", luchando contra los bárbaros. El peligro estaba dentro de la ciudad en las almas de unos fanáticos de "Yehova", aliados a Barrabás. Y también podía encontrase en los hipócritas fariseos que conociendo bien el camino, engañaban e incitaban a su pueblo a recorrer senderos peligrosos. En mis sueños vislumbré un movimiento de fichas sobre un tablero de ajedrez entre Roma y Yehova. Yo era una ficha más; era el caballo, que defendía con valor a mi torre, a mi Cesar, a Roma, a mis peones. Y al Espíritu de Roma frente a un Dios Padre. Una Madre implacable versus un Padre temible. Roma podía matar la carne, pero Yehova podía envenenar al espíritu. Era un sueño cruel, pero al final, entre las sombras, aparecía un ser clemente envuelto del Espíritu de Dios, llamado a traer Paz a un mundo desesperanzado.
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