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jueves, 23 de diciembre de 2010

DE LA OCIOSIDAD Y EL DEBER DE COMBATIRLA (PÁGINA 200, 201 Y 202 DE LECCIONES DE ÉTICA DE IMMANUEL KANT)

Son las acciones y no el goce, las que hacen al hombre experimentarse como un ser vivo.
Cuanto más ocupados estamos, tanto más vivos nos sentimos, cobrando mayor consciencia de nuestra vida.
En la ociosidad no experimentamos únicamente que desperdiciamos la vida, sino que también acusamos sobremanera la falta de actividad; la ociosidad, pues, no guarda relación alguna con el mantenimiento de la vida.
El goce no llena el tiempo, sino que lo deja vacio.
Y el espíritu humano experimenta aversión, enojo y tedio ante un tiempo vano.
El tiempo presente puede parecernos colmado y, sin embargo, antojársenos como vano en el recuerdo.
Al llenar el tiempo con juegos y diversiones, éste nos parecerá colmado en tanto sea tiempo presente, mas se tornará vano en la memoria; pues cuando no se hace otra cosa en la vida, salvo desperdiciar el tiempo, una visión retrospectiva que haga balance de la vida no sabrá explicarse cómo ha transcurrido tan rápidamente sin haber hecho nada.
El tiempo sólo se llena con acciones.
Las ocupaciones nos hacen sentir nuestra vida más intensamente que el mero goce, ya que la vida es sinónimo de espontaneidad y ésta se traduce en el sentimiento de todas las fuerzas humanas; por lo que, cuanto más sintamos nuestras fuerzas, tanto más sentiremos nuestra vida.
La sensación no es sino la potencia de percibir las impresiones, tratándose de algo meramente pasivo que sólo se vuelve activo en virtud de la atención.
Cuánto más haya hecho un hombre, tanto más sentirá su vida, ya que será capaz de recordar más cosas y eso le hará estar más satisfecho de su vida cuando muera.
Ahora bien, estar satisfecho de la vida no significa estar harto de ella.
Esto último es lo que origina el mero goce, pero sólo muere satisfecho quien ha empleado convenientemente su vida, llenándola con acciones y ocupaciones, que es el único modo de no lamentar haber vivido.
Uno muere satisfecho con la vida cuando ha empleado correctamente ésta emprendiendo y llevando a cabo muchas cosas.
En cambio, aquel que no ha hecho nada estará harto de la vida; le dará la impresión de que no ha vivido en absoluto y desearía empezar a vivir.
De ahí que hayamos de colmar nuestro tiempo con acciones, para no sentirnos agobiados por la duración del tiempo en un momento determinado, o por lo corto que se nos hace en su conjunto el volver la vista atrás.
Quienes no hacen nada suelen quejarse de la extrema duración del tiempo.
Cada instante desocupado les parece una eternidad y, sin embargo cuando se ponen a recordar, no logran explicarse como el tiempo se les escapó de las manos tan deprisa.
Al hombre ocupado, le ocurre justamente lo contrario, transcurriendo sus horas de quehacer tan velozmente que no acierta a explicarse cómo ha podido hacer tantas cosas en tan poco tiempo.
El hombre tiene que mantener su vitalidad haciendo muchas cosas.
El valor del hombre estriba en la cantidad de cosas que hace. La ociosidad supone una degradación de la vida.
Cultivar en nosotros la propensión a la actividad representa una condición básica de todo el deber en general, ya que sin esa propensión todas las prescripciones morales serían baldías, al no concitarse el esfuerzo de ponerlas en práctica. 
El hombre ha de mostrarse solícito y resuelto a llevar las más arduas empresas (sin dilación alguna; "solícito" es lo contrario de "indolente").
Toda ocupación es un juego o un negocio (suponiendo un vicio el carecer de ocupación alguna).
Es preferible la ocupación lúdica a no tener ninguna en absoluto, pues con ésta se mantiene cuando menos la actividad.
La desocupación hace desvanecerse la vitalidad y favorece la indolencia; luego se hace más difícil retrotraer el espíritu a su antigua actividad.
El hombre no puede vivir sin ocupación, le complace mucho más ganarse su pan que obtenerlo de bóbilis.
El negociante disfruta mucho más yendo a un concierto o a una reunión social tras una dura jornada de trabajo que cuando no es así.
El hombre se complace cuando cunde el trabajo, pues con esa actividad ha puesto en marcha sus fuerzas y se siente mejor, y puede disfrutar más de las diversiones con ese estado de ánimo.
Mas, quien no ha hecho nada, tampoco puede sentir su vida y sus fuerzas, ni distraerse siquiera.
No hay que confundir el ocio con la ociosidad.
El ocio es la coronación de una vida activa. Se puede descansar de las ocupaciones que conlleva
el ocupar un puesto en la sociedad, sin estar por ello ocioso en la vida privada.
El ocio del jubilado no tiene nada que ver con la desidia , sino que se trata de un reposo conforme a la ocupación.
Por lo tanto, para llegar al descanso se ha de haber estado ocupado. El ocio sólo se deja disfrutar después de la ocupación.
Tras una jornada repleta de actividades es fácil conciliar el sueño, pero el descanso no resulta grato a quien nada ha hecho.

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