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Esta huida ante el pensar es la razón de la falta de pensamiento. Esta huida ante el pensar va a la par del hecho de que el hombre no la quiere ver ni admitir. El hombre de hoy negará incluso rotundamente esta huida ante el pensar. Afirmará lo contrario. Dirá - y esto con todo derecho - que nunca en ningún momento se han realizado planes tan vastos, estudios tan variados, investigaciones tan apasionadas como hoy en día. Ciertamente.
Este esfuerzo de sagacidad y deliberación tiene su utilidad, y grande. Un pensar de este tipo es imprescindible. Pero también sigue siendo cierto que éste es un pensar de tipo peculiar. Su peculiaridad consiste en que cuando planificamos, investigamos, organizamos una empresa, contamos ya siempre con circunstancias dadas. Las tomamos en cuenta con la calculada intención de unas finalidades determinadas. Contamos de antemano con determinados resultados. Este cálculo caracteriza a todo pensar planificador e investigador. Semejante pensar sigue siendo cálculo aun cuando no opere con números ni ponga en movimiento máquinas de sumar ni calculadoras electrónicas. El pensamiento que cuenta, calcula; calcula posibilidades continuamente nuevas, con perspectivas cada vez más ricas y a la vez más económicas. El pensamiento calculador corre de una suerte a la siguiente, sin detenerse nunca ni pararse a meditar. El pensar calculador no es un pensar meditativo; no es un pensar que piense en pos del sentido que impera en todo cuanto es.
Hay así dos tipos de pensar, cada uno de los cuales es, a su vez y a su manera, justificado y necesario: el pensar calculador y la reflexión meditativa.
Hay así dos tipos de pensar, cada uno de los cuales es, a su vez y a su manera, justificado y necesario: el pensar calculador y la reflexión meditativa.
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Muchos alemanes han perdido su tierra natal, tuvieron que abandonar sus pueblos y ciudades, expulsados del suelo natal. Otros muchos, cuya tierra natal les fue salvada, emigraron sin embargo y fueron atrapados en el ajetreo de las grandes ciudades, obligados a establecerse en el desierto de los barrios industriales. Se volvieron extraños a la vieja tierra natal. ¿Y los que permanecieron en ella? En muchos aspectos están aún más desarraigados que los exiliados. Cada día, a todas horas están hechizados por la radio y la televisión. Semana tras semana las películas los arrebatan a ámbitos insólitos para el común sentir, pero que con frecuencia son bien ordinarios y simulan un mundo que no es mundo alguno. En todas partes están a mano las revistas ilustradas. Todo esto con que los modernos instrumentos técnicos de información estimulan, asaltan y agitan hora tras hora al hombre - todo esto le resulta hoy más próximo que el propio campo en torno al caserío; más próximo que el cielo sobre la tierra; más próximo que el paso, hora tras hora, del día a la noche; más próximo que la usanza y las costumbres del pueblo; más próximo que la tradición del mundo en que ha nacido.
Nos tornamos más pensativos y preguntamos: ¿qué sucede aquí, lo mismo entre los que fueron expulsados de su tierra natal que entre los que permanecieron en ella? Respuesta: el arraigo del hombre de hoy está amenazado en su ser más íntimo. Aún más: la pérdida de arraigo no viene simplemente causada por las circunstancias externas y el destino, ni tampoco reside sólo en la negligencia y la superficialidad del modo de vida de los hombres. La pérdida de arraigo procede del espíritu de la época en la que a todos nos ha tocado nacer.
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Hagamos la prueba. Para todos nosotros, las instalaciones, aparatos y máquinas del mundo técnico son hoy indispensables, para unos en mayor y para otros en menor medida. Sería necio arremeter ciegamente contra el mundo técnico. Sería miope querer condenar el mundo técnico como obra del diablo. Dependemos de los objetos técnicos; nos desafían incluso a su constante perfeccionamiento. Sin darnos cuenta, sin embargo, nos encontramos tan atados a los objetos técnicos, que caemos en relación de servidumbre con ellos.
Pero también podemos hacer otra cosa. Podemos usar los objetos técnicos, servirnos de ellos de forma apropiada, pero manteniéndonos a la vez tan libres de ellos que en todo momento podamos desembarazarnos (loslassen) de ellos.
Podemos usar los objetos tal como deben ser aceptados. Pero podemos, al mismo tiempo, dejar que estos objetos descansen en sí, como algo que en lo más íntimo y propio de nosotros mismos no nos concierne. Podemos decir «sí» al inevitable uso de los objetos técnicos y podemos a la vez decirles «no» en la medida en que rehusamos que nos requieran de modo tan exclusivo, que dobleguen, confundan y, finalmente, devasten nuestra esencia.
Pero si decimos simultáneamente «sí» y «no» a los objetos técnicos, ¿no se convertirá nuestra relación con el mundo técnico en equívoca e insegura? Todo lo contrario. Nuestra relación con el mundo técnico se hace maravillosamente simple y apacible. Dejamos entrar a los objetos técnicos en nuestro mundo cotidiano y, al mismo tiempo, los mantenemos fuera, o sea, los dejamos descansar en sí mismos como cosas que no son algo absoluto, sino que dependen ellas mismas de algo superior.
Quisiera denominar esta actitud que dice simultáneamente «sí» y «no» al mundo técnico con una antigua palabra: la Serenidad (Gelassenheit) para con las cosas.
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Así, de una manera cambiada y en una época modificada, podría nuevamente ser verdad lo que dice Johann Peter Hebel: «Somos plantas - nos guste o no admitirlo - que deben salir con las raíces de la tierra para poder florecer en el éter y dar fruto.»
Muchos alemanes han perdido su tierra natal, tuvieron que abandonar sus pueblos y ciudades, expulsados del suelo natal. Otros muchos, cuya tierra natal les fue salvada, emigraron sin embargo y fueron atrapados en el ajetreo de las grandes ciudades, obligados a establecerse en el desierto de los barrios industriales. Se volvieron extraños a la vieja tierra natal. ¿Y los que permanecieron en ella? En muchos aspectos están aún más desarraigados que los exiliados. Cada día, a todas horas están hechizados por la radio y la televisión. Semana tras semana las películas los arrebatan a ámbitos insólitos para el común sentir, pero que con frecuencia son bien ordinarios y simulan un mundo que no es mundo alguno. En todas partes están a mano las revistas ilustradas. Todo esto con que los modernos instrumentos técnicos de información estimulan, asaltan y agitan hora tras hora al hombre - todo esto le resulta hoy más próximo que el propio campo en torno al caserío; más próximo que el cielo sobre la tierra; más próximo que el paso, hora tras hora, del día a la noche; más próximo que la usanza y las costumbres del pueblo; más próximo que la tradición del mundo en que ha nacido.
Nos tornamos más pensativos y preguntamos: ¿qué sucede aquí, lo mismo entre los que fueron expulsados de su tierra natal que entre los que permanecieron en ella? Respuesta: el arraigo del hombre de hoy está amenazado en su ser más íntimo. Aún más: la pérdida de arraigo no viene simplemente causada por las circunstancias externas y el destino, ni tampoco reside sólo en la negligencia y la superficialidad del modo de vida de los hombres. La pérdida de arraigo procede del espíritu de la época en la que a todos nos ha tocado nacer.
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Hagamos la prueba. Para todos nosotros, las instalaciones, aparatos y máquinas del mundo técnico son hoy indispensables, para unos en mayor y para otros en menor medida. Sería necio arremeter ciegamente contra el mundo técnico. Sería miope querer condenar el mundo técnico como obra del diablo. Dependemos de los objetos técnicos; nos desafían incluso a su constante perfeccionamiento. Sin darnos cuenta, sin embargo, nos encontramos tan atados a los objetos técnicos, que caemos en relación de servidumbre con ellos.
Pero también podemos hacer otra cosa. Podemos usar los objetos técnicos, servirnos de ellos de forma apropiada, pero manteniéndonos a la vez tan libres de ellos que en todo momento podamos desembarazarnos (loslassen) de ellos.
Podemos usar los objetos tal como deben ser aceptados. Pero podemos, al mismo tiempo, dejar que estos objetos descansen en sí, como algo que en lo más íntimo y propio de nosotros mismos no nos concierne. Podemos decir «sí» al inevitable uso de los objetos técnicos y podemos a la vez decirles «no» en la medida en que rehusamos que nos requieran de modo tan exclusivo, que dobleguen, confundan y, finalmente, devasten nuestra esencia.
Pero si decimos simultáneamente «sí» y «no» a los objetos técnicos, ¿no se convertirá nuestra relación con el mundo técnico en equívoca e insegura? Todo lo contrario. Nuestra relación con el mundo técnico se hace maravillosamente simple y apacible. Dejamos entrar a los objetos técnicos en nuestro mundo cotidiano y, al mismo tiempo, los mantenemos fuera, o sea, los dejamos descansar en sí mismos como cosas que no son algo absoluto, sino que dependen ellas mismas de algo superior.
Quisiera denominar esta actitud que dice simultáneamente «sí» y «no» al mundo técnico con una antigua palabra: la Serenidad (Gelassenheit) para con las cosas.
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Así, de una manera cambiada y en una época modificada, podría nuevamente ser verdad lo que dice Johann Peter Hebel: «Somos plantas - nos guste o no admitirlo - que deben salir con las raíces de la tierra para poder florecer en el éter y dar fruto.»
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